Bienvenida

Un lugar para descubrir «las dedicatorias en las guardas y las anotaciones en los márgenes [...], el sentimiento de camaradería que suscita pasar las mismas páginas que alguien ya ha pasado, y leer los pasajes que alguien, hace mucho tiempo, me ha señalado» (Helen Hanff, 84 Charing Cross Road).

domingo, 18 de noviembre de 2012

Cosas

John Watkins Chapman, The Old Curiosity Shop (siglo XIX)

«El obrero se convierte en una mercancía tanto más barata cuantas más mercancías crea. A medida que se valoriza el mundo de las cosas se desvaloriza, en razón directa, el mundo de los hombres. El trabajo no produce solamente mercancías; se produce también a sí mismo y produce al obrero como una mercancía». (Karl Marx)

***


Una pequeña fracción de esto que llamamos humanidad (aunque de humanidad parece que tiene más bien poca) vive en una grandísima tienda. Los mercadícolas en ella nacen y en ella mueren, casi siempre, sin haberse percatado de que su existencia ha transcurrido en un inmenso escaparate, de que compraron la felicidad de oferta, comieron marcas y amaron logotipos. Llegado un punto dejaron de preguntarse por el valor de las cosas; ¿para qué?, si ya sabían el precio. Se sentían libres porque podían elegir entre un producto y el mismo, repetido ad infinitum, eso sí, con distinta etiqueta. 

En este gigantesco hipermercado nunca falta de nada, y es posible encontrar de todo, por muy lejos que haya de buscarse. Es difícil saber de dónde vienen las mercancías, quién las fabricó, o cómo llegaron allí. Lo que sí se sabe es que su vida es efímera. Por eso, aunque el día a día del mercadícola gira en torno a ellas, no se apega a ninguna en particular por más tiempo del que dicta su dios, el Consumo. Sabe que más pronto que tarde dejarán de serle útiles, y entonces sólo tendrá que extender la mano, y podrá alcanzar un nuevo sueño material, conseguir más cosas, nuevas cosas, que podrá –y esto es importante– poseer a título individual, lo que significa, simple y llanamente, que no estará obligado a compartirlas. Todo a cambio de un precio simbólico, exclusivo para miembros con derecho a compra. 

No sabe, sin embargo, el mercadícola –porque si llegara a intuirlo su mundo se desmoronaría–  que, tristemente, no es él quien posee cosas sino que son las cosas las que han acabado por poseerlo a él.


domingo, 28 de octubre de 2012

La caricia negada

Detalle de Las tres edades de la mujer (Gustav Klimt, 1905)

«La vida en el mundo occidental se ha vuelto tan impersonal que hemos producido una raza de intocables. Nos hemos convertido en extraños que no sólo evitan el contacto físico sino que incluso lo rechazan cuando se considera una manifestación «innecesaria»; somos figuras sin rostro en medio de un paisaje abarrotado, seres solitarios a los que les asusta la intimidad».

Ashley Montagu (El tacto: la importancia de la piel en las relaciones humanas, 1971)



Eran necesarios treinta bebés. Recién nacidos, separados de sus madres inmediatamente después del parto. Sus cuidadoras no debían bajo ningún concepto hablarles, jugar con ellos o dirigirles gestos de cariño, sólo limitarse a darles de comer y limpiarlos cuando fuera necesario. Así era cómo Federico II (1195-1250) pretendía averiguar qué idioma hablarían los bebés de manera espontánea. Pero su investigación llegó a un final abrupto antes de poder comprobarlo; todos los niños murieron sin siquiera haber podido empezar a hablar.

Casi siete siglos después, durante el periodo de entreguerras, miles de bebés y niños fueron recluidos en orfanatos en Europa y Estados Unidos. Era habitual que todos los menores de dos años murieran. Pero se observó que no eran los pequeños que estaban en las instituciones más higiénicas y que les proporcionaban mejor alimentación los que lograban sobrevivir. A pesar de encontrarse en lugares más lúgubres, aquellos bebés que recibían algo de calor humano ­–porque se les tomaba en brazos, se les acunaba, se les acariciaba y abrazaba– eran los únicos que tenían alguna posibilidad de evitar la muerte.

De todos los sentidos con los que nos asomamos al mundo, hay uno sólo que es imprescindible para la vida: el tacto. Es quizás el sentido en el que menos pensamos –aunque es el que nos aporta un contacto más estrecho con la realidad y con el que identificamos nuestro yo– y dista mucho de ser entendido en toda su complejidad y su importancia. Ahora que se empiezan a estudiar los efectos beneficiosos del contacto piel con piel entre la madre y el bebé se ha podido demostrar que éste facilita el desarrollo adecuado del sistema nervioso y un mejor crecimiento gracias la asimilación de más nutrientes. También protege contra el estrés, y posiblemente ayude a conservar la memoria en la edad adulta.

En el ser humano los instintos quedaron en parte sometidos al dominio de la razón –que no de lo razonable–, hace ya miles de años. Por si fuera poco, la sociedad occidental ha hecho lo posible por mutilar aún más los impulsos naturales basándose en supuestos valores religiosos o por adaptación a formas sociales y culturales más que cuestionables. Ahora la ciencia –como una especie de Lazarillo de Tormes– nos guía con recomendaciones, unas veces acertadas y otras rocambolescas, por los derroteros a los que  nuestra cultura se empeñó en dar la espalda. Estamos en el camino de redescubrir nuestra propia naturaleza como seres humanos, y paradójicamente la encontramos en ese origen del que tanto nos hemos empeñado en renegar: nuestra animalidad.

El contacto físico –una caricia, un abrazo, un beso–, tan reprimido por la educación y los tabúes sexuales, es literalmente vital. Un bebé no puede sobrevivir sin él, pero los adultos lo consiguen malamente. Un simple abrazo eleva los niveles de oxitocina, la hormona del amor, de serotonina –un neurotransmisor que influye en la reducción de la ira y la depresión– y de dopamina –una hormona y neurotransmisor implicado en la motivación y el aprendizaje–, y nos hace sentir bien de inmediato, además de ayudarnos a prevenir la enfermedad coronaria, reducir el estrés y los síntomas de Alzheimer. Para muestra, este vídeo de Abrazos Gratis. Ojalá cunda el ejemplo.



viernes, 12 de octubre de 2012

Historias de la Mitad del Mundo (VII): El trago


No hay fiesta sin trago, oí decir. Pero es ya de día, y la fiesta pasó.

En este lugar inundado de silencio y abandonado a su suerte, el recuerdo de la música no puede ser más que una alucinación, un espejismo imposible. La mirada recorre ahora calles vacías donde sólo quedan los testigos enmudecidos, inermes, de una noche que ha huido perseguida por el día: cuerpos de hombres, siempre hombres, tirados sobre la acera. Muñecos desvencijados, seres yertos que recuerdan a la muerte, como si se resistieran a despertar, a desprenderse del ebrio sueño en que, igual que Ícaro, creyeron volar.


Detalle de El vino de la fiesta de San Martín, de Pieter Brueghel el Viejo (1566-67)

viernes, 28 de septiembre de 2012

El aprendizaje de la incomunicación


Edward Hopper, Sol de la mañana (1952)

«No fue ninguna sorpresa descubrir que el bienestar que proporciona el contacto físico constituye una variable fundamental a nivel afectivo, pero lo que no esperábamos era que eclipsara por completo la variable de la lactancia. De hecho, la disparidad entre ambas es tan grande como para hacernos pensar que la función primaria de la lactancia como variable afectiva es la de asegurar un contacto corporal frecuente e íntimo entre la cría y la madre. Es evidente que no sólo de leche vive el hombre».

Harry F. Harlow, La naturaleza del amor (1958)





Madrid, mes de agosto. Exposición de Hopper en el Museo Thyssen. Figuras aisladas que no se tocan. Rostros rígidos, de mirada clavada en el infinito. Luz gélida. Silencio. Soledad.

***

Centro comercial. Una mujer obesa de mediana edad empuja un carrito de bebé. Se sienta en frente de mí, el carrito delante. Con ella van también una niña y un niño. Del bolso saca un bote de papilla y una cuchara de metal. Abre el bote de vidrio y con gesto mecánico le da una cucharada tras otra a la criatura que sigue metida en el carrito. Las pausas entre una cucharada y la siguiente son mínimas, cronometradas, siempre iguales. Ella no habla. No acaricia. No sonríe. Sólo alimenta: como las mamás de alambre en los experimentos de Harlow. Pero la comida no sustituye al amor. Los otros dos pequeños se acercan, jugando. La mamá-máquina gira la cabeza y con rostro inexpresivo les reprende: «¡No toquéis eso!».

El bote ya está vacío. Mamá guarda la cuchara, el bote de vidrio. Gira el carrito y lo coloca de lado. El bebé mira hacia mí. 

***

Rambla de Santa Cruz, Tenerife, una tarde a finales del verano. Un hombre, probablemente padre, empuja un carrito de bebé. Camina deprisa, mirando hacia adelante. En el carrito va un bebé no muy pequeño. Quieto, callado. Con mirada perdida. Sin dejar de caminar, el hombre saca unos auriculares del bolsillo y se los coloca en los oídos. Sigue caminando, deprisa, deprisa. 


domingo, 16 de septiembre de 2012

Historias de la Mitad del Mundo (VI): la retornada




Cruzando fronteras


Llega de España. Por un mes regresa a su pueblito en la cordillera, a su casa, a su familia. La esperan todos. Muchacha se fue, flaca, sin experiencia de la vida. Allá en España se gana buena plata, le dijeron. Vuelve atildada, ampulosa, bien peinada. Señora.

Caminando por el pueblo la acompaña su séquito. Va vestida de traje claro, resplandeciente estrella blanca en medio de un cielo de lana ocre. Poco importa que lo que gane en España le dé apenas para vivir, que allí lleve grabada en la frente su condición de inmigrante: sinpapeles, sinderechos. Aquí, en su tierra, es una retornada.

Existe entre emigrantes un código de conducta. Un código tácito, del que nadie habla pero todos saben, su tabla de salvación cuando se sienten arrastrados a la deriva. El emigrante nunca puede, nunca debe, confesar su fracaso, nunca admitir que las cosas no le van bien, nunca desear regresar si es con las manos vacías. Porque si lo hiciera, estaría condenando a la zozobra no sólo a sus propios sueños sino también a los de esos otros que no llegaron a emprender el viaje, a las ilusiones de quienes como él ansían un porvenir diferente, de quienes fantasean con una prosperidad que sólo si marchan dejará de estarles vedada.

Así la retornada cumplirá el ritual esperado, la celebración del regreso victorioso. En su gran fiesta dará de comer a todos, habrá alimento para el cuerpo y alas nuevas para el alma. Será quien todos imaginan que es, aunque sea sólo por hoy, sin importar lo que cueste. 

sábado, 1 de septiembre de 2012

La mala leche


Nereida rociando leche. 
Fuente de Neptuno, Bolonia (Juan de Bolonia, 1565)


Dicen que hay mujeres que, aun queriendo, no pueden dar el pecho; mujeres que tienen poca leche, o leche que no es de buena calidad. Con esta sentencia lapidaria hay quien pretende explicar muchos de los males de un recién nacido: si llora, si no crece, si le da diarrea, si tiene cólicos por las noches o cualquier otro síntoma atribuible –con acierto o no– a la alimentación. Aunque suene a maldición gitana, la socorrida frase la oiréis en boca de personas bienintencionadas que, igual que antaño hubieran aconsejado algún remedio contra el mal de ojo, hoy os recomendarán darle al bebé un biberoncito de leche artificial. Y santo remedio. 

Como tantos otros aspectos relacionados con el sexo –y dar el pecho es una expresión más de la sexualidad femenina–, la lactancia ha sufrido los embates brutales del puritanismo religioso y de los buenos modales, que la han convertido en objeto de vergüenza (solo hay que ver la polémica que suscita el hecho de amamantar en público), y en el caldo de cultivo idóneo para falsedades y mitos que no hacen más que arruinar la belleza de un acto que es símbolo de ternura. Si amamantar a nuestros bebés ha dejado de ser fácil es precisamente porque lo relegamos a la esfera de lo privado, porque lo condenamos a un horario, porque a las futuras mamás se nos llena la cabeza de frases terroríficas al estilo de «lo raro es tener leche», y porque, al haber eliminado toda posibilidad de un aprendizaje basado en la observación y la intuición, hemos quedado a merced de un conocimiento teórico que lamentablemente la ciencia ha tardado en alcanzar. La Asociación Española de Pediatría, en su Manual de Lactancia Materna lo explica a la perfección: «Los profesionales de la salud, aferrados a una tradición científica ávida de mediciones y controles, aceptaron sin cuestionamientos la precisión de la alimentación con sucedáneos, adoptando para la lactancia materna la misma rigidez en las recomendaciones, con un efecto devastador sobre la lactancia natural».

El mito de la mala leche sigue siendo un vía crucis para muchas madres en el mundo occidental, a pesar de que carece completamente de base científica: prácticamente todas las madres tienen leche, buena leche, siempre y cuando se respete el proceso natural de la lactancia. No es casual que esta patraña se difundiera tanto en una época –los años sesenta y setenta– en que los fabricantes de leche artificial se afanaban por abrir mercados y por dar a entender que su producto era tan bueno o incluso mejor que la leche materna. 

Pero sí hay, en cambio, una mala leche que no pertenece al mundo de la superstición o la fantasía, y que tiene efectos palpables –y perversos– en la vida de los recién nacidos. Es la de las marcas de leche artificial que la han popularizado en países del tercer mundo mediante campañas agresivas, perjudicando gravemente la salud –por usar un eufemismo– de incontables niñas y niños. La misma mala leche de quienes se lucran haciendo análisis personalizados de la composición de leche materna, sembrando así dudas en algunas madres a las que luego les venden suplementos inútiles. La del personal sanitario que –incluso en contra de los deseos de la madre– da fórmula a bebés recién nacidos en los hospitales, entorpeciendo la buena marcha de la lactancia y ocasionando riesgos innecesarios a la salud del bebé. La de quienes regalan muestras de fórmula y biberones a las madres a su salida del hospital, incentivando su uso aunque es sabido que son un obstáculo para la lactancia natural y que el Código Internacional para la Comercialización de Sucedáneos de la Leche Materna lo prohibe expresamente. Es también la mala leche de nuestros gobernantes, que consideran suficiente una baja por maternidad de dieciséis semanas cuando la Organización Mundial de la Salud afirma que son fundamentales seis meses de lactancia exclusiva. Y tanto o más, la de los gobiernos y agencias de ayuda humanitaria que envían indiscriminadamente leche artificial a zonas en emergencia, poniendo en peligro la salud y las vidas de los bebés al abandonarse la lactancia materna, que es siempre la alimentación más saludable, higiénica, sencilla, barata, segura y gratificante que una madre puede dar a su bebé.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Historias de la Mitad del Mundo (V): Escena costumbrista


Diego Rivera, La molendera (1924)


A la mesa se sientan Francisco y Anita, indígenas quichua. Francisco y Anita comen, conversan en su lengua indígena; hablan de sus hijos, de las andanzas de algún vecino, de la siembra. Hace ya algunos años que Francisco volvió de España. Tantos como él partieron y quizás no vuelvan, aunque la plata no compense cada día arrancado a la melancolía, no alivie la soledad de un pobre indio que de noche recorre un país desconocido para vender sus artesanías de ciudad en ciudad.

En un rincón de la habitación, que hace las veces de cocina, comedor y sala de estar, un televisor murmulla. Nadie atiende. Por un instante Francisco y Anita callan, y de repente, en medio del silencio inesperado, una voz femenina irrumpe sin pudor: «Estar suave es una de las mayores preocupaciones de una mujer» dice, desde el otro lado de la pantalla, en español.

martes, 24 de julio de 2012

El precio de una cesárea


Tlazoltéotl, diosa azteca de la tierra, el sexo y el nacimiento,
representada aquí en la postura habitual entre las mujeres aztecas para dar a luz.


«Porque, recuerde, mi querida señorita  –agregó, sonriendo obscenamente a Lenina y hablando en un murmullo indecente–, recuerde que en la Reserva los niños todavía nacen; sí, tal como se lo digo, nacen, por nauseabundo que pueda parecernos...».

Aldous Huxley, Un Mundo Feliz



Antes, mucho antes de ser madre, sabía que si alguna vez daba a luz querría que fuera de la forma menos intervenida posible, en la intimidad y la protección de un ambiente conocido; sin anestesia, sintiendo cómo mi cuerpo se transformaba –con dolor, sí– para ayudar a nacer a una criatura desde el mayor respeto y cariño.

Suena romántico, lo sé. Pero es que justamente de eso se trata: la hormona que nos inunda cuando nos enamoramos es la misma que provoca las contracciones del parto, y se llama oxitocina. Si el lugar y el ambiente en el que una mujer da a luz no le proporcionan la privacidad y tranquilidad necesarias (si no es un entorno precisamente romántico, vamos, como ocurre en los hospitales) lo más probable es que la oxitocina se descuelgue de la fiesta y el parto acabe siendo demasiado largo o complicado. Esto podría explicar, en parte, el injustificado número de cesáreas que se da hoy en día.

Está claro que una cesárea puede salvar la vida de la madre y del bebé. Pero la ligereza con que se practica en la actualidad me hace preguntarme si no habrá llegado a convertirse en moda y en fiel reflejo de esta sociedad nuestra, atenazada por el miedo, presa de supuestas comodidades y tan acostumbrada a esquivar la responsabilidad.

Tienen miedo las madres, al dolor, sobre todo al dolor. No es extraño, pues la mayoría de los occidentales vivimos en un estado de narcosis permanente, en un feliz letargo inducido por la tele, las drogas (no en vano los medicamentos más vendidos son los antidepresivos y analgésicos) y el fútbol, entre otros circos. Pero el dolor del parto es solo eso, dolor; no es síntoma de que algo vaya mal, es transitorio, y sobre todo tiene una recompensa que vale más que el oro de cualquier plusmarquista olímpico. Superar esta sensación física podría verse más como un reto que como algo insoportable, y sin embargo el miedo que provoca lleva a algunas mujeres –a veces gustosamente, a veces a regañadientes– a ceder su protagonismo en un acto fisiológico, natural, para el que el cuerpo femenino está perfectamente preparado en la gran mayoría de los casos. Es en la cesárea donde esta pérdida de control se pone de manifiesto más descarnadamente.

Igual que el precio monetario no refleja el valor real de muchas de las cosas que compramos (y que casi seguro no podríamos comprar si no las fabricaran trabajadores que cobran sueldos de miseria en alguna parte del mundo de la que apenas oímos hablar), ciertas «comodidades» que damos por sentadas tienen también un precio oculto que alguien antes o después tendrá que pagar. Una cesárea no sale gratis ni aunque nos la cubra la Seguridad Social, y desgraciadamente la factura no la paga solo la madre.

Pienso también que nuestra obsesión por la inmediatez y la pasividad que nos inculca este modo de vida prefabricado están muy relacionados con la ideología ­–a veces inconsciente– que subyace a tanta cesárea innecesaria. He oído decir a más de una mujer que de quedarse embarazada lo que le gustaría es que la durmieran y le sacasen al bebé. Pero en la vida –afortunadamente para quienes quieren aprender de ella– no suele funcionar darle al botón de OFF cuando algo nos da repelús. El parto natural requiere paciencia, calma, un estado de ánimo opuesto al ritmo adrenalínico que vivimos día a día. En lo que al nacimiento de un bebé se refiere, cuando menos, el amor es incompatible con el miedo.

Es lícito sentir miedo, querer evitar el dolor. Pero, en el parto como en tantas otras esferas de nuestras vidas, por favor no dejemos nunca que el miedo se convierta en náusea.

Para Jara, como todo lo demás.

viernes, 13 de julio de 2012

Historias de la Mitad del Mundo (IV): María y José



Maternidad
Oswaldo Guayasamín (1919-1999)


María, la esposa de José, es alta, delgada y erguida como una espiga. Camina con la elegancia de una llama por caminos de tierra y pedernal, con zapatitos de tacón. Puede que tenga veinticinco años, no más. Como todas las mujeres de este páramo andino, tiene la piel tostada al punto de arder, viste medias hasta la rodilla y una falda de raso sobre la que cae una mantilla bordada de flores multicolores, hoy que nos acompaña al mercado de Zumbahua envuelta en sus mejores galas.

María, como otras mujeres del Altiplano, carga con todo a sus espaldas: niños, enseres, alimentos... Apenas habla español, pero su mirada es viva, inteligente, y su presencia se posa, delicada, incluso en este paisaje sin sombra.

Cuando José se despide de nosotros lo hace con una humildad que revienta de dignidad; es humilde pese a ser capaz de hablar al menos dos idiomas, seguir sus estudios mientras trabaja, tejer, pintar y componer música. Y posee la dignidad de quien aún puede imaginar una vida mejor: «Sueño con viajar», nos dice, «no para trabajar, sino para conocer».