No hay fiesta sin trago, oí decir. Pero
es ya de día, y la fiesta pasó.
En este lugar inundado de
silencio y abandonado a su suerte, el recuerdo de la música no puede ser más que
una alucinación, un espejismo imposible. La mirada recorre ahora calles vacías
donde sólo quedan los testigos enmudecidos, inermes, de una noche que ha huido
perseguida por el día: cuerpos de hombres, siempre hombres, tirados sobre la
acera. Muñecos desvencijados, seres yertos que recuerdan a la muerte, como si se resistieran a
despertar, a desprenderse del ebrio sueño en que, igual que Ícaro, creyeron volar.
Detalle de El vino de la fiesta de San Martín, de Pieter Brueghel el Viejo (1566-67)
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