Bienvenida

Un lugar para descubrir «las dedicatorias en las guardas y las anotaciones en los márgenes [...], el sentimiento de camaradería que suscita pasar las mismas páginas que alguien ya ha pasado, y leer los pasajes que alguien, hace mucho tiempo, me ha señalado» (Helen Hanff, 84 Charing Cross Road).

viernes, 28 de septiembre de 2012

El aprendizaje de la incomunicación


Edward Hopper, Sol de la mañana (1952)

«No fue ninguna sorpresa descubrir que el bienestar que proporciona el contacto físico constituye una variable fundamental a nivel afectivo, pero lo que no esperábamos era que eclipsara por completo la variable de la lactancia. De hecho, la disparidad entre ambas es tan grande como para hacernos pensar que la función primaria de la lactancia como variable afectiva es la de asegurar un contacto corporal frecuente e íntimo entre la cría y la madre. Es evidente que no sólo de leche vive el hombre».

Harry F. Harlow, La naturaleza del amor (1958)





Madrid, mes de agosto. Exposición de Hopper en el Museo Thyssen. Figuras aisladas que no se tocan. Rostros rígidos, de mirada clavada en el infinito. Luz gélida. Silencio. Soledad.

***

Centro comercial. Una mujer obesa de mediana edad empuja un carrito de bebé. Se sienta en frente de mí, el carrito delante. Con ella van también una niña y un niño. Del bolso saca un bote de papilla y una cuchara de metal. Abre el bote de vidrio y con gesto mecánico le da una cucharada tras otra a la criatura que sigue metida en el carrito. Las pausas entre una cucharada y la siguiente son mínimas, cronometradas, siempre iguales. Ella no habla. No acaricia. No sonríe. Sólo alimenta: como las mamás de alambre en los experimentos de Harlow. Pero la comida no sustituye al amor. Los otros dos pequeños se acercan, jugando. La mamá-máquina gira la cabeza y con rostro inexpresivo les reprende: «¡No toquéis eso!».

El bote ya está vacío. Mamá guarda la cuchara, el bote de vidrio. Gira el carrito y lo coloca de lado. El bebé mira hacia mí. 

***

Rambla de Santa Cruz, Tenerife, una tarde a finales del verano. Un hombre, probablemente padre, empuja un carrito de bebé. Camina deprisa, mirando hacia adelante. En el carrito va un bebé no muy pequeño. Quieto, callado. Con mirada perdida. Sin dejar de caminar, el hombre saca unos auriculares del bolsillo y se los coloca en los oídos. Sigue caminando, deprisa, deprisa. 


domingo, 16 de septiembre de 2012

Historias de la Mitad del Mundo (VI): la retornada




Cruzando fronteras


Llega de España. Por un mes regresa a su pueblito en la cordillera, a su casa, a su familia. La esperan todos. Muchacha se fue, flaca, sin experiencia de la vida. Allá en España se gana buena plata, le dijeron. Vuelve atildada, ampulosa, bien peinada. Señora.

Caminando por el pueblo la acompaña su séquito. Va vestida de traje claro, resplandeciente estrella blanca en medio de un cielo de lana ocre. Poco importa que lo que gane en España le dé apenas para vivir, que allí lleve grabada en la frente su condición de inmigrante: sinpapeles, sinderechos. Aquí, en su tierra, es una retornada.

Existe entre emigrantes un código de conducta. Un código tácito, del que nadie habla pero todos saben, su tabla de salvación cuando se sienten arrastrados a la deriva. El emigrante nunca puede, nunca debe, confesar su fracaso, nunca admitir que las cosas no le van bien, nunca desear regresar si es con las manos vacías. Porque si lo hiciera, estaría condenando a la zozobra no sólo a sus propios sueños sino también a los de esos otros que no llegaron a emprender el viaje, a las ilusiones de quienes como él ansían un porvenir diferente, de quienes fantasean con una prosperidad que sólo si marchan dejará de estarles vedada.

Así la retornada cumplirá el ritual esperado, la celebración del regreso victorioso. En su gran fiesta dará de comer a todos, habrá alimento para el cuerpo y alas nuevas para el alma. Será quien todos imaginan que es, aunque sea sólo por hoy, sin importar lo que cueste. 

sábado, 1 de septiembre de 2012

La mala leche


Nereida rociando leche. 
Fuente de Neptuno, Bolonia (Juan de Bolonia, 1565)


Dicen que hay mujeres que, aun queriendo, no pueden dar el pecho; mujeres que tienen poca leche, o leche que no es de buena calidad. Con esta sentencia lapidaria hay quien pretende explicar muchos de los males de un recién nacido: si llora, si no crece, si le da diarrea, si tiene cólicos por las noches o cualquier otro síntoma atribuible –con acierto o no– a la alimentación. Aunque suene a maldición gitana, la socorrida frase la oiréis en boca de personas bienintencionadas que, igual que antaño hubieran aconsejado algún remedio contra el mal de ojo, hoy os recomendarán darle al bebé un biberoncito de leche artificial. Y santo remedio. 

Como tantos otros aspectos relacionados con el sexo –y dar el pecho es una expresión más de la sexualidad femenina–, la lactancia ha sufrido los embates brutales del puritanismo religioso y de los buenos modales, que la han convertido en objeto de vergüenza (solo hay que ver la polémica que suscita el hecho de amamantar en público), y en el caldo de cultivo idóneo para falsedades y mitos que no hacen más que arruinar la belleza de un acto que es símbolo de ternura. Si amamantar a nuestros bebés ha dejado de ser fácil es precisamente porque lo relegamos a la esfera de lo privado, porque lo condenamos a un horario, porque a las futuras mamás se nos llena la cabeza de frases terroríficas al estilo de «lo raro es tener leche», y porque, al haber eliminado toda posibilidad de un aprendizaje basado en la observación y la intuición, hemos quedado a merced de un conocimiento teórico que lamentablemente la ciencia ha tardado en alcanzar. La Asociación Española de Pediatría, en su Manual de Lactancia Materna lo explica a la perfección: «Los profesionales de la salud, aferrados a una tradición científica ávida de mediciones y controles, aceptaron sin cuestionamientos la precisión de la alimentación con sucedáneos, adoptando para la lactancia materna la misma rigidez en las recomendaciones, con un efecto devastador sobre la lactancia natural».

El mito de la mala leche sigue siendo un vía crucis para muchas madres en el mundo occidental, a pesar de que carece completamente de base científica: prácticamente todas las madres tienen leche, buena leche, siempre y cuando se respete el proceso natural de la lactancia. No es casual que esta patraña se difundiera tanto en una época –los años sesenta y setenta– en que los fabricantes de leche artificial se afanaban por abrir mercados y por dar a entender que su producto era tan bueno o incluso mejor que la leche materna. 

Pero sí hay, en cambio, una mala leche que no pertenece al mundo de la superstición o la fantasía, y que tiene efectos palpables –y perversos– en la vida de los recién nacidos. Es la de las marcas de leche artificial que la han popularizado en países del tercer mundo mediante campañas agresivas, perjudicando gravemente la salud –por usar un eufemismo– de incontables niñas y niños. La misma mala leche de quienes se lucran haciendo análisis personalizados de la composición de leche materna, sembrando así dudas en algunas madres a las que luego les venden suplementos inútiles. La del personal sanitario que –incluso en contra de los deseos de la madre– da fórmula a bebés recién nacidos en los hospitales, entorpeciendo la buena marcha de la lactancia y ocasionando riesgos innecesarios a la salud del bebé. La de quienes regalan muestras de fórmula y biberones a las madres a su salida del hospital, incentivando su uso aunque es sabido que son un obstáculo para la lactancia natural y que el Código Internacional para la Comercialización de Sucedáneos de la Leche Materna lo prohibe expresamente. Es también la mala leche de nuestros gobernantes, que consideran suficiente una baja por maternidad de dieciséis semanas cuando la Organización Mundial de la Salud afirma que son fundamentales seis meses de lactancia exclusiva. Y tanto o más, la de los gobiernos y agencias de ayuda humanitaria que envían indiscriminadamente leche artificial a zonas en emergencia, poniendo en peligro la salud y las vidas de los bebés al abandonarse la lactancia materna, que es siempre la alimentación más saludable, higiénica, sencilla, barata, segura y gratificante que una madre puede dar a su bebé.