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Detalle de Las tres edades de la mujer (Gustav Klimt, 1905) |
«La vida en el mundo
occidental se ha vuelto tan impersonal que hemos producido una raza de
intocables. Nos hemos convertido en extraños que no sólo evitan el contacto
físico sino que incluso lo rechazan cuando se considera una manifestación
«innecesaria»; somos figuras sin rostro en medio de un paisaje abarrotado,
seres solitarios a los que les asusta la intimidad».
Ashley Montagu (El
tacto: la importancia de la piel en las relaciones humanas, 1971)
Eran necesarios treinta
bebés. Recién nacidos, separados de sus madres inmediatamente después del
parto. Sus cuidadoras no debían bajo ningún concepto hablarles, jugar con ellos
o dirigirles gestos de cariño, sólo limitarse a darles de comer y limpiarlos
cuando fuera necesario. Así era cómo Federico II (1195-1250) pretendía
averiguar qué idioma hablarían los bebés de manera espontánea. Pero su
investigación llegó a un final abrupto antes de poder comprobarlo; todos los
niños murieron sin siquiera haber podido empezar a hablar.
Casi siete siglos después,
durante el periodo de entreguerras, miles de bebés y niños fueron recluidos en
orfanatos en Europa y Estados Unidos. Era habitual que todos los menores de dos años murieran. Pero se observó que no eran los
pequeños que estaban en las instituciones más higiénicas y que les
proporcionaban mejor alimentación los que lograban sobrevivir. A pesar de
encontrarse en lugares más lúgubres, aquellos bebés que recibían algo de calor
humano –porque se les tomaba en brazos, se les acunaba, se les acariciaba y
abrazaba– eran los únicos que tenían alguna posibilidad de evitar la muerte.
De todos los sentidos con los
que nos asomamos al mundo, hay uno sólo que es imprescindible para la vida: el
tacto. Es quizás el sentido en el que menos pensamos –aunque es el que nos
aporta un contacto más estrecho con la realidad y con el que identificamos
nuestro yo– y dista mucho de ser
entendido en toda su complejidad y su importancia. Ahora que se empiezan a
estudiar los efectos
beneficiosos del contacto piel con piel entre la madre y el bebé se ha
podido demostrar que éste facilita el desarrollo adecuado del sistema nervioso
y un mejor crecimiento gracias la asimilación de más nutrientes. También
protege contra el estrés, y posiblemente ayude a conservar la memoria en la
edad adulta.
En el ser humano los instintos
quedaron en parte sometidos al dominio de la razón –que no de lo razonable–,
hace ya miles de años. Por si fuera poco, la sociedad occidental ha hecho lo
posible por mutilar aún más los impulsos naturales basándose en supuestos
valores religiosos o por adaptación a formas sociales y culturales más que
cuestionables. Ahora la ciencia –como una especie de Lazarillo de Tormes– nos
guía con recomendaciones, unas veces acertadas y otras rocambolescas, por los
derroteros a los que nuestra
cultura se empeñó en dar la espalda. Estamos en el camino de redescubrir
nuestra propia naturaleza como seres humanos, y paradójicamente la encontramos
en ese origen del que tanto nos hemos empeñado en renegar: nuestra animalidad.
El contacto físico –una
caricia, un abrazo, un beso–, tan reprimido por la educación y los tabúes
sexuales, es literalmente vital. Un bebé no puede sobrevivir sin él, pero los
adultos lo consiguen malamente. Un
simple abrazo eleva los niveles de oxitocina, la hormona del amor, de serotonina –un neurotransmisor que influye en la reducción de la ira y la
depresión– y de dopamina –una hormona y neurotransmisor implicado en la motivación
y el aprendizaje–, y nos hace sentir bien de inmediato, además de ayudarnos a
prevenir la enfermedad coronaria, reducir el estrés y los síntomas de
Alzheimer. Para muestra, este vídeo de
Abrazos Gratis. Ojalá cunda el ejemplo.